
Uno de los males endémicos de nuestro sistema
judicial es el elevado número de litigios de los que conocen los
tribunales. Para atajar dicho problema siempre se ha reclamado la
necesidad de agilizar la Justicia. No en vano, “que la Justicia actúe
con rapidez, eficacia y calidad” constituía el eje central del Pacto de
Estado para la reforma de la Justicia suscrito en el año 2001 por el
Gobierno y los Partidos Popular y Socialista. Ahora bien, ¿qué medidas
se han adoptado para lograr una Justicia ágil y eficaz? Frente a quienes
piensen que el remedio pasa por dotar de mayores recursos personales y
materiales a nuestra Justicia (por ejemplo, que España contase con una
ratio de jueces por habitante al menos similar a la europea), el
legislador español descubrió hace tiempo un camino mucho más rápido y
directo a la hora de lograr descargar de trabajo a la Administración de
Justicia: desjudicializarla.
Esta desjudicialización es la consecuencia, de
una parte, de una serie de medidas legislativas que permiten reducir el
número de procesos ante los tribunales, a base de restringir el acceso
de los ciudadanos al sistema judicial o acortar su intervención en el
mismo. Aunque la fórmula estrella (o punta del iceberg) haya sido la
instauración de unas “tasas judiciales” que la mayoría de los juristas
califican de desproporcionadas y con efectos disuasorios, la expulsión
del ciudadano del sistema judicial comenzó mucho tiempo atrás, con el
endurecimiento de los requisitos para poder recurrir las resoluciones
judiciales desfavorables. Un método rápido de acortar los procesos
judiciales es evitar que las personas puedan recurrir, y en este
sentido, ya no existe recurso de apelación frente a las sentencias
civiles cuyo importe sea menor a 3.000 €; la cuantía mínima del
perjuicio sufrido en un asunto civil o administrativo para que se pueda
admitir el recurso de casación (requisito conocido como summa
gravaminis) se ha ido elevando estratosféricamente hasta situarse en los
600.000 €, y de igual modo, el acceso al recurso de amparo ante el
Tribunal Constitucional es un tortuoso camino de espinas desde que en
2007 se invirtiera el trámite de admisión del recurso y recayera sobre
el ciudadano la carga de justificar la “especial trascendencia
constitucional” de la violación sufrida en sus derechos fundamentales.
No le faltaba razón al legislador cuando manifestaba en su reforma que
esta modificación sin duda agilizará el procedimiento, pues desde
entonces, más del 98% de los recursos presentados son inadmitidos a
trámite.
Otra forma de desjudicializar la Justicia tiene
lugar a través de oportunas reformas legales que consiguen su
“administrativización”, por ejemplo, mediante un mayor control sobre el
órgano de gobierno de la judicatura (en realidad, las sucesivas reformas
de la designación y funcionamiento del CGPJ han generado, no ya una
administrativización, sino una verdadera “parlamentarización” del mismo,
con un reparto de cuotas políticamente pactado), pues dicho órgano es
el encargado, entre otras cuestiones, de nombrar a los futuros
magistrados del Tribunal Supremo.
Otro ejemplo lo evidencia la aprobación de
leyes que reduzcan las competencias de los jueces a la hora de conocer y
resolver ciertos asuntos, a favor de la propia Administración, y así,
aunque la Constitución Española declare que juzgar y ejecutar lo juzgado
es una potestad exclusiva de los jueces y magistrados, el legislador ha
considerado que lo mejor para descongestionar la sobrecarga de trabajo
de los tribunales del orden penal, y a la vez acabar con ciertas
conductas indeseadas (ya se trate de descargas en Internet, ya sean
escraches en la vía pública, etc.) no es castigarlas penalmente, sino
sancionarlas administrativamente, de modo que se sustrae de su
conocimiento al Poder Judicial y se encomienda su resolución a la propia
Administración. Así se decidió al crearse la Comisión Sinde-Wert para
castigar lo que los tribunales penales no estaban castigando, y el mismo
camino se ha tomado en la futura reforma de la Ley Orgánica de
Protección de la Seguridad Ciudadana, transformando algunas faltas
penales en infracciones administrativas para que sea el correspondiente
Delegado del Gobierno el que decida el importe de la sanción económica
(por cierto, mucho más elevado que si lo decidiera un juez en un juicio
de faltas). Y en la misma dirección, otro eficaz remedio de
descongestión del colapso judicial consiste en atribuir nuevas
facultades a otros profesionales (procuradores, notarios, o
registradores) para que éstos puedan ocuparse y realizar –previo pago de
las correspondientes tarifas– determinados trámites y funciones que
actualmente llevan a cabo los jueces, secretarios judiciales y demás
funcionarios de la Administración de Justicia.
En definitiva, las reformas efectuadas en la última
década en el sistema judicial español, pero con mayor énfasis las
acometidas en el último año y las proyectadas para este año 2014,
tendrán muy pronto como resultado el que, en vez de hablar de «la
Administración de Justicia», debamos referirnos a «la Justicia de la
Administración».
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